Juanma Lillo intentó desanimar a Pep
Guardiola: “Has de hacer el plan, pero no podrás
ejecutarlo”, le dijo. Pep le respondió que sí podría. Lillo insistió: “No podrás”. Y Guardiola, tozudo por naturaleza, insistió, repitió y persistió. Pero
la realidad acabó por darle la razón a Lillo, entrenador de conocimientos
oceánicos, erudito como pocos, autor intelectual del juego de posición, aunque
vilipendiado por tantos y tantos aficionados que, al no entenderle, optan por
despreciarlo. No por Guardiola, que valora a Lillo como a uno de los grandes
técnicos mundiales. El debate que reproduzco tuvo lugar en el domicilio de
Lillo pocos días antes de que Pep empezara a dirigir al Barça Atlétic, entonces
en Tercera División. El motivo de la discusión era la planificación de la
primera semana de entrenamiento. Pep había diseñado seis días seguidos de
trabajo, con varias dobles sesiones. Estaba todo milimetrado: jornadas,
ejercicios, cargas… Lillo quería disuadirle: “No podrás ejecutarlo”. El duelo dialéctico duró largo rato, pero Pep se
fue convencido de que conseguiría llevar adelante el plan. Sin embargo, en la
primera sesión del primer día de entrenamiento se lesionaron tres jugadores y
toda la planificación se vino abajo. Lillo tenía razón: el plan no se podía ni
se pudo cumplir. Pep tuvo que modificar sus ideas y de ahí surgió un entrenador
majestuoso que, desde entonces, adaptó sus planes a la realidad del día a día.
La reunión de los dos
colegas y amigos (maestro y alumno, en realidad) arrojó otra consecuencia mucho
más importante: Lillo y Guardiola coincidieron en algunos principios comunes e
irrefutables para ambos. Primero, basar el juego en futbolistas de talento.
Segundo, exigir a esos talentosos el máximo esfuerzo físico. Y tercero, ya como
una broma, no poner en forma a los jugadores malos. Lillo lo explica con una expresión simpática: no hay nada peor que un jugador malo en buena forma. En esa faceta,
Guardiola se alineó con Lillo y siempre recuerda la primera orden que dio al
entrar en el Barça Atlétic. Se acabaron los vagos. Porque Pep y Tito veían
mucho talento, pero también lo poco que corrían la mayoría de jugadores. Y
ordenó correr. Fue la primera instrucción y tenía carácter irrevocable y
obligatorio. Correr como locos. Era una orden para jugadores buenos, de gran
talento. Y cuando llegó al primer equipo repitió la orden: a correr todos hasta
la última gota de sudor. No estoy novelando lo sucedido: ocurrió como lo
cuento. Por esta razón, cuando ahora, ya en el cuarto año y con 13 títulos en
el zurrón, Pep regresa al “sonreír menos y correr más” no está inventando
nada, sino volviendo a sus orígenes. A los de más talento hay que hacerles
correr como si no lo tuvieran. De esa conexión surgen los grandes triunfos
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